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18. Vida en un convento agustino en tierra de indios


La vida de la comunidad se desenvolvía entre la práctica de la oración y la labor evangelizadora. El centro de la actividad dentro del convento era la ora­ción en común que se hacía varias veces al día en el coro: laudes, vísperas, completas y maitines. En un principio, las casas pequeñas tenían licencia para no llevar coro; su reducido número de miembros y el hecho de que la mayor parte del tiempo se dedicaran a la evangelización y a la administra­ción de las visitas, lo hacía imposible. Sin embargo, a medida que fue cre­ciendo la comunidad, se hizo obligatoria la oración comunitaria en todas las casas. Ésta era una de las bases de la observancia y no se podía excusar ya en ningún caso. Como consecuencia del afán reformador de algunos re­ligiosos, que veían que con la misión se enfriaba el cumplimiento de la regla que exigía el rezo en el coro, se comenzaron a dar algunas normas pa­ra evitarlo. En 1563, por ejemplo, las actas capitulares de Epazoyucan or­denaron que los religiosos no estuvieran fuera de su convento más de tres días y solamente por causa de la administración de las visitas y se les obligaba, además, a no salir de los términos de la zona que abarcaba la doctri­na.
Si bien la oración en común era una regla de la comunidad agustina, és­ta no perdió en Nueva España su carácter eremítico. En algunos conventos rurales había lugares de recogimiento y soledad para los religiosos que querían, por algún tiempo, una vida de oración retirada del mundo. En el siglo xvi era famosa la casa de Tzitzicaxtla, que estaba rodeada de ermi­tas, por lo que se le conocía también por este nombre. En el siglo xvii se destacó el yermo de San Miguel de Chalma.
Los frailes de una cabecera se distribuían para administrar a los indios cercanos a sus conventos y los de sus visitas. En Meztitlán, por ejemplo, es­tas visitas eran recorridas por dos frailes que iban en direcciones opuestas y que decían misa y administraban los sacramentos. Después de este re­corrido, los religiosos regresaban a su convento y salían otros dos a andar el mismo camino. Esta vida, que era la más común en los conventos, provocó que los frailes pasaran largas temporadas solos. Había incluso casos de reli­giosos, sobre todo los que misionaban en las zonas más inhóspitas y entre chichimecas, que vivían la mayor parte del tiempo fuera de la comunidad y en completa soledad.
(Estos pasillos del claustro de Metztitlán estaban casi todo el tiempo vacíos; los frailes de aquí (nunca pasaron de ocho) tenían que visitar más de 100 pueblos. Una doctrina o pueblo indígena que no tenía convento era visitado una o dos veces al año por el fraile)

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